El salón de Wurtemberg by Pascal Quignard

autor:Pascal Quignard [Quignard, Pascal]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1986-01-01T00:00:00+00:00

Pienso en todas esas palabras que escribo. No les encuentro demasiada justificación, a lo sumo, un deseo impaciente de confesión y la esperanza de hallar una especie de paz. Sin embargo, no logro sentir esa paz, ese calor, esa especie de luz suave y nostálgica que se espera al término de la confesión, como si la voz solo fuese algo así como una contraseña que permitiera acceder a algo distinto —y, más aún que al perdón, a una especie de caricia, con la cabeza reclinada sobre el seno de alguien que jamás supo hacerla.

Asimismo, esa especie de apuro que creo sentir siempre, esa especie de mala conciencia, de angustia, de mala fe, de culpa, es sin duda comparable a la culpabilidad que sentía al hablar alemán en presencia de mamá y a la vergüenza que me hacían sentir mis condiscípulos por hablar francés, señalándome con el dedo, como si fuese un intruso, un ladrón o un acaparador. Toda Ítaca me ha sido negada. No puedo abordar ni en las orillas del Jagst ni en las del Sena. Trabajo tanto para hacerme perdonar el pecado de no estar donde debiera —yendo y viniendo, liando, transigiendo, transitando, traduciendo del alemán al francés, o del inglés al francés, haciendo de pasador, de espía, de traidor que, mediante procedimientos que confirman la traición, en lugar de desmentirla, intenta obtener la absolución—. Así he traducido una veintena de biografías —solo de las tres o las cuatro hasta las siete de la madrugada— de Caccini, de Fux, de Couperin, de Galileo padre, de Archangelo Corelli… Los derechos de traductor, que al principio eran insignificantes, fueron acumulándose hasta constituir unos ingresos considerables. Por otro lado tenía las clases de la calle de Poitiers, las giras, las grabaciones… Lo abarcaba todo. Me estaba haciendo bastante rico.

Tengo el mismo apetito pantagruélico que los suevos, cuya costumbre de comer cuatro veces al día respeto escrupulosamente. Por la noche, cuando me siento y luego me levanto, tengo ansias: sin duda a causa de algún recuerdo mal digerido que, en forma de sueño, me revuelve el estómago. Es fácil imaginarse a una sombra sosteniendo un bol, a un brujo removiendo una sopa de Spätzle, cortando pequeños cubos y laminillas de champiñones, y haciendo crepitar en la sartén unas gotas de vinagre, unos trocitos de buey adobado o de Bachsteiner, unos pedacitos de queso o de hígado y unos Knödel. Con esto, uno se mantiene tan delgado como el héroe de Grimmelhausen en la cabaña del ermitaño. Unos cuantos años más tarde, en 1969, un día, estaba desnudo y con una sartén en la mano cuando, de pronto, sonó el teléfono. Me encargaron, con premura, una vida de Gesualdo, muy novelesca y poco seria, que se vendió inmediatamente como rosquillas. Gracias a ello, al año siguiente, en 1970, pude comprarme una casita antigua a orillas del Loira, en Oudon. Era una «muda», según decían allí, y no es descabellado suponer que fuera aquel nombre lo que me sedujera más de ella. El notario

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